¡Haz que pase! Por José Manuel Dapena Varela

por José Manuel Dapena Varela

Abogado

Escribo porque siento. Con esta sencillez, con estas tres únicas palabras, desnudo mi alma y el impulso que hoy me lleva a estar aquí.

Es muy común escuchar la metáfora que identifica la vida con un camino que cada cual recorre con su mochila a cuestas. Yo quisiera que al final de mi viaje mi mochila estuviese vacía (o, al menos, lo más vacía posible) de palabras y acciones. Que hubiese dejado unas y otras a lo largo de mi camino terrenal. Y ojalá (ahí está una relevante clave) que hubiese descargado a su debido tiempo unas y otras. A su debido tiempo y en su debido lugar.

En estas fechas los cementerios de algún modo revivifican con las visitas de familiares, allegados y amigos de aquellos cuyos restos allí reposan. Muchas lápidas se verán engalanadas de flores y escucharán palabras que hubiesen debido ser recibidas en vida. ¿Las acogerán ahora los destinatarios de igual forma? ¿Tendrán esas flores o esas palabras el mismo efecto? Creo que habrá unanimidad en las respuestas a esas dos preguntas retóricas. Triste necesitar la sensación de pérdida para darse cuenta de lo que se tenía y no se valoraba.

Las batallas no luchadas son las primeras que se pierden. Alguien me dijo un día: “eso… nunca va a ocurrir”. Si hubiese aceptado “sin más” ese vaticinio (dicho, para que conste en acta, con las mejores maneras y del modo más dulce), solamente yo sé la cantidad de vivencias, sensaciones y alegrías que me hubiese perdido en el intento de lograr que ese pronóstico de augur no se cumpliese.  Siempre es más fácil no decir, no hacer. Más fácil y acaso más cobarde. Se acaba por no vivir por no haber sentido. Hay que sentir, aunque duela, porque solamente duele lo que importa. Lo que no importa, resbala, resulta indiferente. ¿Son vividos los días que discurren en la indiferencia?

Me quedo con lo que me eriza la piel y me estremece al tacto, con lo que descompasa mi respiración y altera el ritmo de mis latidos, con la proximidad y la charla con mis seres queridos, sentirme junto a ellos y que me sientan, recargar mi corazón con ellos y dar mis pasos en su compañía. Todo ello mientras se lo puede decir, mientras me puedan escuchar. Luego será otro cantar.

Con la preceptiva e imprescindible limitación de procurar no dañar nunca jamás al prójimo, no dejemos que de palabras no dichas y de acciones no realizadas estén los cementerios llenos. Que sentir se convierta en decir, en hacer, en vivir.

Nos vemos en el camino: para hablar, para escuchar, para sentir.

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