@jsuarez02111977
La historia empezó con un fracaso. Aquel bajo de la Rúa Zapatería, 3 quiso ser sureño y se llamó El Cortijo del Caballo Blanco. Era un tablao flamenco plantado en el corazón húmedo de la Ciudad Vieja de A Coruña. El invento duró poco, porque aquí el duende andaluz nunca terminó de encajar. Pero quedó la huella: sillas de colores, paredes encaladas sin pretensiones, un escudo del Betis colgado en la pared. La decoración sobrevivió, esperando a alguien que entendiera que, en la imperfección, estaba la fuerza.
Ese alguien fue Arturo Fernández Esparís, que en 1981 rebautizó el local como El Patio. Y allí arrancó la leyenda. Casi cuatro décadas detrás de la barra, hasta su jubilación en enero de 2019, sosteniendo un bar que se convirtió en rito de paso para generaciones enteras.
Los precios eran una provocación. En los noventa, un cubata costaba 175 pesetas. A euro la copa. Más tarde, Jäger con Red Bull a 2,50. Nadie se quejaba: se pagaba lo justo para repetir. El Patio nunca fue un sitio caro, fue un sitio necesario. Por allí pasaron primero los soldados, luego los universitarios, siempre el mismo rebaño de noctámbulos dispuestos a dejarse lo poco que tenían en copas y risas.
Lo que lo convirtió en mito fueron las pipas. Bien saladas, servidas en vasos de plástico. Se devoraban mientras se bebía, y las cáscaras caían al suelo hasta cubrirlo todo. Aquello era la verdadera alfombra roja del bar. Se llegó a decir que Facundo debía levantar un monumento en la puerta. Con razón: la ciudad lo conocía como el bar de las pipas.
Y entonces, en medio de todo, aparecía ella: la cabeza del toro. Colgada en la pared, justo en el centro, entre la barra de las pipas y el futbolín del fondo. Decían que había sido el último toro lidiado en la plaza de toros de A Coruña. Tenía los ojos de cristal clavados en los clientes, vigilando cada trago, cada cáscara, cada partida. No hacía falta ser taurino: bastaba con cruzar la mirada con ese animal muerto para entender que el bar también tenía su propia leyenda.
Delante estaba la barra y las pipas, detrás el futbolín, donde se libraban batallas a muerte. Los golpes de la bola contra la madera sonaban como disparos. Se gritaba, se reía, se insultaba. Nadie salía indemne de una partida.
Y al lado de todo esto, la prueba definitiva: los baños. Un agujero romano en el suelo que exigía pulso y puntería. Entrar allí era arriesgarse. Quien no lo hizo, no conoció El Patio en su esencia.
El 26 de enero de 2019, Arturo bajó la persiana y agradeció a la clientela tantos años de cariño. Cuarenta años de bar que no buscaba gloria, pero acabó convertiéndose en ella.
El Patio fue pipas, vasos de plástico, cubatas baratos, inventos como el Cerebrito y la Antorcha, soldados y estudiantes, un futbolín donde se decidían guerras, baños imposibles, un escudo del Betis y, sobre todo, esa cabeza de toro que lo vigilaba todo desde el centro. Nada más. Nada menos.