Quien más quien menos hemos hablado alguna vez de ese «muerto» y ese «vivo», aunque no desde un poder político que nos permitiera decidir sobre las vidas de otros, ni tampoco con lo que ahora llaman «falta de empatía» y que llena el alma de la presidenta Ayuso quien, para algo tan de cada día como es el defenderse de las críticas de la oposición, es capaz de recurrir a la crueldad de que «iban a morir igual».
Sí, la de «iban a morir igual» es también otra frase de esas que alguna vez hemos dicho, aunque nunca hubiéramos firmado un «protocolo» como el que autorizó ella durante la pandemia si esas vidas, o incluso únicamente su manera de morir, hubieran dependido de nosotros.
Ayuso se ha quedado a menos de dos puntos de la mayoría absoluta en unas elecciones celebradas tres años después de las más de siete mil víctimas y, cuando pienso en su comportamiento, llego a la conclusión de que transmite a muchas personas la sensación de que comparte instintos primarios que para la mayoría son inconfesables, pero que ella proclama sin complejos. Los de quienes desean que se muera el viejo para cobrar la herencia, por ejemplo. Entonces, poder votar en secreto a «una de las nuestras» parece lo más normal del mundo.
Personas como Díaz Ayuso suelen aparecer y triunfar después de periodos en los que sucesivas crisis económicas y sociales provocan que se extienda entre la gente el atractivo de los autoritarismos. Desciende la esperanza de vida y, por tanto, «baja su precio», por seguir recurriendo a frases que molestan.
Teniendo en cuenta que todo ocurre en una democracia donde imperan las leyes, no está de más revisar lo que la Constitución pueda decir al respecto, y no me podía imaginar que el reconocimiento de un derecho tan evidente como el de «a la vida» apareciera en la ley de leyes, pero después pensé que, saliendo de una dictadura, entraba dentro de lo normal que así ocurriera. Ciertamente, resulta que el primer artículo de la Sección 1ª, titulada «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas» comienza diciendo que «Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral…». Después, en el 43 se «reconoce el derecho a la protección de la salud» y también que «Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud…».
Aparentando ser tan inconstitucional aquel protocolo maldito, me sorprende que las noticias más repetidas sobre aquellas muertes informen de que la presidenta está poniendo todas las trabas posibles a una investigación judicial que debería haberse iniciado de oficio en lugar de a instancia de unas familias de fallecidos con las que, según las noticias, @IdiazAyuso ha tenido la «amabilidad» de bloquearles en sus redes sociales.
El caso es que han pasado cuatro años desde que comenzaron a morir personas que vivían en residencias bajo la responsabilidad del Gobierno de la Comunidad de Madrid presidido por Ayuso y, en cambio, solo había pasado un año desde un segundo Estado de Alarma decretado por el Gobierno de España presidido por Sánchez, una medida que también fue decisiva para seguir salvando vidas, cuando el TC de entonces dictó sentencia declarando inconstitucional su decreto. Todo hace pensar que Ayuso tiene motivos para sentirse protegida por la justicia, decida lo que decida.
Antes de terminar un artículo siempre me levanto para despejarme. Después realizo la última revisión del texto. En esta ocasión he abierto un periódico cualquiera, el Diario de Mallorca del día 29/12/2023 y el titular de una noticia dice que «Dos pacientes ‘eutanasiados’ donan sus órganos y regalan entre 30 y 60 años de vida». Destacan dos, pero hablan de muchos más donantes. Lo leo y me vienen dos recuerdos.
El primero me dice que Ayuso pertenece a un partido político que intentó que el Tribunal Constitucional anulara la ley de Eutanasia.
Y el segundo, que en las CC. AA. donde gobierna el PP se siguen poniendo trabas para conseguir que el derecho a morir dignamente sea imposible de ejercitar, o casi.
¿Se imagina usted que la mayor defensora de la «libertad de tomarse unas cañas en Madrid» sea la misma persona que, si hubiera sido por ella, esa pareja de enfermos incurables de Mallorca nunca hubiera disfrutado de la libertad de morir en la felicidad de que su última decisión sirva para proporcionar décadas de vida a otras personas?
¿A qué viene negar el derecho a morir felices y, al mismo tiempo, dejar que murieran «igual» quienes dependían de los «poderes públicos» para sobrevivir?
¿Será por la simpleza de que cuantos más muertos haya en el hoyo más grande será el bollo que disfrutarán los vivos?