De la empanada al Big Mac. Por Jesús Suárez

por Jesús Suárez

@jsuarez02111977

Treinta años han pasado ya desde que el primer McDonald’s plantó su bandera en la calle Real de A Coruña, y no ha habido ni una gota de glamour en todo esto. Lo que llegó en 1994 fue el aviso claro y rotundo de que el futuro traía plástico y prisas, y que íbamos a cambiar la empanada y los callos por un trozo de carne congelada en pan industrial. Porque, seamos honestos, la apertura de aquel McDonald’s fue como un puñetazo de modernidad barata en toda la cara, metiendo a la ciudad de cabeza en la rueda de la globalización, sin preguntas y sin anestesia.

Había que ver la cola de curiosos, como si aquello fuera la octava maravilla del mundo. Los críos deslumbrados por el Happy Meal y los padres comprando la idea de que llevarlos ahí era hacerles un favor. Todo envuelto en colores chillones y ese olor a fritanga que se pegaba en la ropa. Pero el impacto no fue solo para los estómagos: fue para la manera en la que mirábamos nuestras propias costumbres. Porque ahí estaban, en esas mismas calles donde se habían despachado generaciones de pulpo y calamares, unos tipos vestidos con gorra y delantal sirviendo comida de cartón. Una bofetada en toda regla para la cultura gastronómica gallega.

Y sí, claro, hubo puristas que se escandalizaron, que hablaron de traición y pérdida de identidad. Pero a la mayoría le dio igual. Bienvenidos al siglo XXI, donde lo auténtico es lo que te comes en dos minutos sin tener que mirar a nadie a los ojos. Donde lo tradicional pasó a ser una postal bonita, y el McDonald’s, una declaración de que ser como cualquier otro sitio del mundo estaba bien. Total, ¿qué más daba si la hamburguesa era insulsa y las patatas se enfrían en un suspiro? La cosa era estar ahí, en el centro del espectáculo global, con el payaso sonriendo como una promesa de modernidad prefabricada.

Treinta años después, lo que queda es la evidencia de que nos tragamos el cuento entero, con su ketchup y su mostaza. Porque sí, A Coruña ha cambiado, pero no siempre para mejor. Lo auténtico se ha ido diluyendo en la grasa de mil franquicias, y lo que antes tenía alma y sabor ahora es solo una foto más en Instagram.

Pero el McDonald’s de la calle Real siempre será un recordatorio incómodo de que la modernidad llegó con un menú de ofertas y que nosotros, al final, nos lo comimos todo. Sin rechistar.

Comparte éste artículo
Escribe tu comentario