El Camino de la vida de Manuel Tajes: Un viaje desde Suiza hasta Camariñas para vaciar la mochila del alma y reencontrarse con su historia tras décadas de emigración

por Alejandra Plaza

Manuel Tajes, un costeiro originario de Camariñas y emigrante retornado de Suiza, decidió emprender el Camino de Santiago desde Malleray, Suiza, hasta su pueblo natal en Galicia. A pesar de no tener claro el motivo específico en un principio, sintió la necesidad de realizar este viaje. En medio del recorrido, Manuel empezó a comprender que el verdadero propósito de su peregrinación fue vaciar una «mochila» metafórica que ha llevado consigo toda su vida, llena de sentimientos encontrados y pesados. Este viaje, más que una simple ruta a Compostela, ha sido un camino hacia sí mismo, una oportunidad para reflexionar sobre su vida y para reconectarse con sus raíces y seres queridos. La peregrinación de Manuel comenzó en San Jorge de Malleray y lo llevó de regreso a la casa que fue la última en pisar antes de emigrar, la taberna Benedicto, hoy conocida como «O Bar de José Manuel», lugar que pertenece a su primo, con quien mantiene un lazo muy especial. 

La historia de Manuel Tajes es un relato de esfuerzo, sacrificio, y determinación que comienza en un pequeño rincón de Galicia, en la localidad de Camariñas, donde nació el 1 de mayo de 1965. Su infancia estuvo marcada por la distancia y la ausencia de sus padres, emigrados a Suiza en busca de un futuro mejor. De los cuatro a los nueve años, Manuel creció al cuidado de sus abuelos paternos, Benedicto y Luisa de Cándido, junto a sus once primos y sus dos hermanos. Aquellos años forjaron en él fuertes lazos familiares y una conexión profunda con sus raíces, mientras su madre permanecía en Suiza junto a su padre hasta 1975, cuando regresó para dar a luz a su hermano menor. Manuel es el mayor de cuatro hermanos. A los 15 años, el 14 de agosto de 1980, Manuel emigró a Glovelier, Suiza, para reunirse con su padre, a quien apenas conocía más allá de sus breves visitas anuales de vacaciones. Ese año juntos fue una etapa crucial para ambos, en la que aprendieron a convivir y conocerse realmente, en medio de un país con una cultura, idioma, y costumbres completamente distintas. Un año después, en 1981, su hermano Alberto se unió a ellos en Suiza y la llegada de su hermano trajo un cambio significativo. Los hermanos se apoyaron mutuamente, fortaleciendo su relación y empezando a proyectar juntos su futuro. En 1983, tras la muerte de su abuela Pura, la madre de Manuel decidió regresar a Suiza con los dos hermanos menores, Juan Carlos y Marcos. Por fin, la familia estaba reunida en su totalidad, algo que no ocurría desde hacía muchos años. Los hermanos, que habían compartido cama en casa de sus abuelos y más tarde en su nuevo hogar, formaron un vínculo inquebrantable que mantendrían a lo largo de sus vidas. Manuel y Alberto, comenzaron a trabajar en Suiza en el sector de la mecánica, específicamente en la fabricación y estampado de cajas de relojes, un oficio que los atrajo desde el primer momento.

A los 20 años, Manuel conoció a María, la mujer que se convertiría en su esposa y madre de sus hijas, Noelia y Katia. Su relación fue intensa y rápida y pronto comenzaron una vida juntos, abriéndose camino en el país de los relojes y los chocolates. Con apenas 21 años, Manuel se convirtió en padre por primera vez y al año siguiente llegó su segunda hija. A los 23 años, cumplió el sueño de construir su primera casa en Camariñas, un proyecto en el que contó con la ayuda de su inseparable hermano Alberto. Tanto Manuel como Alberto no sólo trabajaban por trabajar; siempre lo hicieron con la intención de aprender y perfeccionarse. Así, tras muchos años de dedicación en la mecánica, decidieron formalizar sus conocimientos y se inscribieron en clases nocturnas para obtener la formación profesional en su oficio, logrando su titulación con éxito. Fue entonces cuando Manuel y su hermano Alberto dieron el salto al emprendimiento. Abrieron un pequeño taller y fundaron su primera empresa, Talmadec, un nombre que combinaba las iniciales de sus nombres. Durante dos años, trabajaron intensamente, compaginando sus trabajos diurnos con el desarrollo de su propio negocio. El punto de inflexión llegó cuando el jefe de Alberto les propuso comprar la empresa donde trabajaban. Tras evaluar la viabilidad del proyecto, decidieron asumir el reto. Esta adquisición fue el trampolín que los catapultó a un ritmo frenético de trabajo y crecimiento. Lo que comenzó con nueve empleados pronto se expandió y en poco tiempo la plantilla superó los 20 trabajadores. Manuel y su hermano se encargaban de todo: diseño, construcción, renovación, mecánica, y cualquier tarea necesaria para mantener la empresa en marcha. Fueron, en todos los sentidos, los responsables de cada aspecto del negocio.

A lo largo de los años, su empresa se hizo conocida y comenzó a atraer la atención de clientes interesados en comprarla o asociarse. Sin embargo, los hermanos siempre se mantuvieron firmes en su decisión: o vendían toda la empresa o no vendían nada. Finalmente, uno de esos clientes decidió adquirir la totalidad del negocio, que por entonces funcionaba a pleno rendimiento. Tras la venta, Manuel y su hermano se tomaron un breve descanso del frenético mundo empresarial pero la pausa duró poco. Los antiguos clientes seguían demandando sus servicios, lo que dio lugar a la creación de su última empresa: IBERTEK. Aunque al inicio planearon dedicarle solo unos cinco años, la empresa terminó funcionando durante una década, tiempo en el cual lograron trabajar a un ritmo más equilibrado, priorizando la calidad de vida y disfrutando del fruto de su esfuerzo. 

Desde un principio, Manuel y Alberto tenían claro que querían retirarse antes de los 60 años, y así lo hicieron. Tan pronto tuvieron la oportunidad, vendieron la empresa y pusieron fin a una carrera de 44 años marcada por el trabajo duro, la dedicación, y la fortaleza familiar.

Su paso por el grupo costeiro Galiza Celta de Delémont

Hace ocho años, conoció al grupo gallego de Delémont, Galiza Celta, un colectivo que lo atrajo por su deseo de aprender a tocar la gaita. Desde el primer momento, encontró no solo un lugar para adquirir conocimientos, sino una verdadera familia. Durante esos maravillosos años, cada fin de semana, Manuel y María, lo pasaban en Delémont junto a la gran familia de Galiza Celta, disfrutando de momentos inolvidables mientras aprendían a tocar los instrumentos tradicionales. La pasión por la música y la cultura gallega también contagió a María, quien se unió al grupo para aprender a tocar la pandereta. Los compañeros de Galiza Celta se convirtieron en grandes amigos, acompañándolos en la última etapa de su vida en Suiza de una manera entrañable e inolvidable. Juntos, él y María se llevaron de vuelta una maleta llena de recuerdos y experiencias compartidas. Además, formó parte de la directiva del grupo, contribuyendo con entusiasmo al desarrollo de la comunidad. Su paso por Galiza Celta dejó una profunda huella en su corazón y sigue presente con ellos y para ellos, manteniendo vivo ese vínculo especial.

Emprender el Camino

La idea de hacer el Camino de Santiago nació en Manuel cuando tenía treinta y pocos años. Desde pequeño, su sensibilidad y la introspección que lo caracterizan le hicieron sentir que, tarde o temprano, ese recorrido sería parte de su vida. No lo veía como una caminata cualquiera, sino como una manera de descargar una mochila simbólica; no la mochila física sino la que ha llevado en su alma, cargada con las vivencias de toda una vida. Esa mochila, llena de cosas buenas y malas, de sentimientos encontrados, ha crecido con los años y le ha acompañado en cada paso de su camino. Tras cerrar un capítulo importante de su vida en Suiza, Manuel sintió que había llegado el momento adecuado para emprender este viaje. Decidió comenzar su vuelta a casa, a Galicia, con la intención de liberarse de esa carga emocional que había acumulado durante tanto tiempo. No supo con certeza el motivo que lo empujó a realizar el Camino, pero lo que es innegable es que cada kilómetro recorrido le dio el espacio necesario para reflexionar, descubrirse a sí mismo, y aliviar tanto el peso físico como el psíquico. El Camino de Santiago, para Manuel, fue mucho más que un viaje físico. Fue una oportunidad para reencontrarse con su propio ser, para analizar y disfrutar el recorrido de su vida. A lo largo de su travesía, los pensamientos sobre sus seres queridos fueron una constante: su esposa, sus hijas, su familia, aquellos que están y los que ya no están, sus amigos y todas las personas con las que alguna vez se cruzó. En ese caminar, encontró un espacio para pensar en ellos, en la vida compartida y en la importancia de esos lazos que lo definen.

Aunque Manuel ha recorrido el Camino de Santiago, su verdadero viaje comienza mucho antes, en su casa de Malleray, en el Jura bernés suizo. Su primer sello lo estampó en la iglesia de San Jorge de Malleray y su objetivo es que el último sea en la iglesia parroquial de Buría, en Camariñas, que también está consagrada a San Jorge. Su historia es un círculo que se cierra de una manera muy significativa. Salió de Camariñas con solo 15 años y la última casa que pisó antes de tomar un taxi hacia el aeropuerto de Santiago fue la de sus abuelos, conocida en ese entonces como la Taberna de Benedicto. Hoy, esa misma casa, que ahora pertenece a su primo José Manuel, será su destino final. Ese primo, con quien creció y mantiene unos lazos profundos y especiales, será testigo de su regreso, un regreso que marca el fin de un camino externo pero sobre todo de un viaje interior.

Emociones, experiencias y sorpresas

Manuel Tajes emprendió el Camino de Santiago desde Suiza, el país que lo acogió  aquel catorce de agosto en el que, años atrás, comenzaba su historia en tierras extranjeras.  Este mismo día fue el elegido para el inicio de su retorno a Galicia, un viaje simbólico y profundo que no solo recorría los cerca de dos mil trescientos kilómetros entre su hogar adoptivo y su tierra natal, sino también un camino hacia lo más hondo de su alma. Su cuerpo ha cambiado en el trayecto, despojándose de trece, quizá quince kilos, pero también su espíritu ha dejado peso en el camino: una mochila ligera y un corazón renovado, listo para abrazar el final de esta travesía con calma y esperanza. El peso de tantos silencios y pensamientos se fueron desvaneciendo poco a poco. Sin mayores contratiempos y sorprendentemente libre de ampollas, Manuel ha sentido cada tramo como una explosión de emociones, donde la esencia misma de la vida parecía renovarse. Su paso por cada región, por cada pueblo, por cada sendero, fue un despertar de emociones. En cada frontera cruzada y, sobre todo, en el momento en que pisó Galicia, Manuel sintió la fuerza de su tierra, como un suspiro profundo que le llenaba los pulmones de aire puro y paz. La emoción de estar en casa lo embargaba. La vieja sabiduría gallega de que «como en Galicia, en ningún sitio» se hacía carne en él: los paisajes, la comida, y la genética misma, lo conectaban con su esencia y lo hicieron recordar que, aunque su vida lo llevó lejos, su corazón siempre estuvo aquí, en cada rincón, en cada paisaje…

El 30 de septiembre fue el día en que Manuel alcanzó la Plaza del Obradoiro, donde parte de su familia lo esperaba con aplausos y una emoción incontenible. Las risas se mezclaban con lágrimas y en cada abrazo Manuel sentía el peso de su viaje diluirse. Había alcanzado la meta pero aún le quedaba un pequeño trecho: llegar a Camariñas. La llegada de Manuel Tajes a Santiago de Compostela fue un momento cargado de emoción y sorpresas. Después de semanas recorriendo el Camino, superando desafíos y explorando la belleza de cada rincón gallego, Manuel finalmente llegó a las puertas de la majestuosa catedral. Era el final de su peregrinación hacia Compostela, pero, sin saberlo, le aguardaba un instante tan especial como inesperado. Justo al detenerse frente a la emblemática fachada, sintió una oleada de asombro y alegría: allí estaba Noelia, su hija, que había volado desde Suiza para darle la bienvenida al lado de su madre María. Noelia, quien conocía de corazón la importancia de este viaje para su padre, no dudó en hacer el largo trayecto hasta Santiago para estar a su lado en este instante irrepetible. Al encontrarse en un abrazo prolongado y emocionado, la distancia de los últimos meses desapareció en cuestión de segundos. Con Noelia y con su gran amigo de la infancia y, a su vez primo, Tomás do Pachanco, emprendió la última etapa hasta la tierra que lo vio nacer, Camariñas conocida por su riqueza natural y su conexión con el mar.

Manuel, aunque agotado, lleno de ilusión, abrazó cada rostro querido, porque esa unión de cuerpos y corazones era el mayor premio de su peregrinaje. Para Manuel, cada momento de este camino fue un reencuentro, una reconciliación consigo mismo, un aprendizaje silencioso que el eco de sus pasos iba dejando en las sendas. Había elegido hacerlo en soledad, pero en realidad nunca estuvo solo. En el transcurso y por tramos,  lo acompañaron sus hijas Katia y Noelia con su perro Shiba,  más tarde una amiga de la familia, Stéphanie Polini, su profesor y gran amigo de Reiki, Pascal Rondot, y más tarde recorrería Francia con otro peregrino gallego de nombre Alfonso, concretamente de Lalín que recorrió el camino junto a su bicicleta. Todos ellos, al igual que el resto de personas que se cruzaron de una forma u otra durante el Camino, se sumaron a su historia y a las experiencias que ahora guarda en su cuaderno de viajes que testimonian la humanidad y la autenticidad del Camino. 

Desde Santiago hasta Camariñas le acompañó su hija Noelia, un amigo muy querido de la infancia y, a su vez, primo, Tomás do Pachanco y, a la altura de Negreira, en un instante inesperado y mágico, surgió la figura de Katia, quien había decidido unirse al último tramo del Camino para compartir el sueño de su padre junto a su hermana y Tomás por lo que tomó un vuelo desde Suiza para no perderse el momento. Su llegada sorprendió a todos y el grupo, ahora completo, avanzó con renovada energía y emoción. Cada paso hacia Camariñas se llenó de risas y lágrimas en una mezcla de sentimientos que sólo puede nacer de la familia y el amor compartido por ese momento. Caminar los kilómetros finales al lado de su padre ha sido para Noelia y Katia, una manera de rendir homenaje a su voluntad y dedicación mientras que para Manuel, el reencuentro y el nuevo tramo representaban un cierre simbólico, una celebración de vida, familia y esfuerzo compartido. Al llegar a Camariñas, el recibimiento fue extraordinario: el ayuntamiento se había volcado en la celebración, deseando ser parte de este retorno tan esperado. Vecinos y amigos aguardaban con emoción, honrando no sólo el regreso, sino también la perseverancia y el valor de su querido vecino. En ese instante, las palabras sobraban; el reencuentro y la alegría envolvieron el aire con una calidez indescriptible, un final glorioso para un viaje que había unido a todos en un recuerdo eterno.

«Hoy me cuesta encontrar palabras que hagan justicia a lo que siento. Siento una inmensa emoción en el pecho. Ver a Manuel cruzar aquella puerta en Galicia fue… indescriptible. Fue como si todos los kilómetros, todas las esperas, todos los días de distancia cobraran sentido de golpe. Cada paso de él, cada esfuerzo, cada desafío que enfrentó en el camino nos fue acercando más a este momento. Cuando finalmente llegó a Santiago, cuando nos reencontramos después de tanto, sentí que los abrazos de ese momento eran los abrazos de toda nuestra vida juntos y también de esos días separados en los que no pude estar físicamente a su lado. Verlo allí, con ese brillo en los ojos que solo tiene cuando cumple un sueño, me hizo sentir que todo valió la pena. Pero verlo alcanzar su meta final en Camariñas, con nuestras hijas a su lado y con su amigo de la infancia, fue un momento que nunca voy a olvidar. Él llegó no solo cumpliendo una meta, sino dándonos a todos una lección de amor, de perseverancia y de fortaleza. Ese momento no solo fue suyo, fue de todos nosotros, fue de nuestra familia, fue de cada persona que lo acompañó, de cada uno que creyó en él. Gracias, Manuel, por regalarnos esta hazaña y por enseñarnos, una vez más, que los sueños se alcanzan, que todo esfuerzo tiene recompensa, y que, aunque los caminos sean largos y difíciles, siempre hay un lugar donde encontrarnos.»

Con su mujer Maria y con sus hijas, Noelia y Katia, ya en Camariñas

Impresiones

Aunque encontró en Francia una calidez inesperada, donde se percató que los bretones y los gallegos tienen una conexión automática, el camino español le dio una experiencia diferente. En tierras francesas, Manuel encontró una hospitalidad desbordante, albergues y hogares donde cada recibimiento era un abrazo, una cena compartida, un precio justo. Sin embargo, al llegar a España, encontró un camino que se percibía como negocio: muchos hosteleros más centrados en hacer dinero que en acoger al peregrino. Este contraste lo dejó perplejo, y no fue el único; cientos de peregrinos comparten su sentir, alarmados por cómo se ha perdido la esencia en la última etapa del Camino de Santiago. 

«Es duro ver que la esencia del Camino, esa búsqueda espiritual y humana, está siendo sofocada en ocasiones por el afán económico»  declaró Tajes

Esta realidad se convirtió en uno de los temas que más le impactó, como también el ver la presencia de «domingueros» que hacían solo los kilómetros necesarios para la compostelana, perdiendo el verdadero sentido de la ruta.

En cada paso, Manuel llevaba consigo dos bastones, símbolos de sus raíces y su fortaleza. Uno de esos bastones pertenecía a su madre, con el que ella caminó en sus últimos días. Él lo llama «el bastón de la vida», porque representa la memoria de su madre y de los que ya no están. El otro bastón, comprado en el camino, le recuerda que también cuenta con su propia fuerza, la que le permitió llegar hasta Galicia.

Hoy, Manuel Tajes, con una mochila vacía, con menos peso físico y emocional, se encuentra en paz consigo mismo. Con el corazón abierto y una vida por delante en Galicia, entiende que este camino no fue solo una aventura, sino el puente hacia una nueva etapa. Porque, al final, el verdadero regreso no era a una geografía, sino a la esencia de su propio ser. Y hoy, en cada abrazo y en cada paso que le lleva de vuelta a Camariñas, Manuel vuelve a su tierra siendo otro hombre: ligero, libre y lleno de la fuerza que solo puede dar el reencuentro consigo mismo.

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