A lo largo de nuestra vida, no solo somos moldeados por el ADN que heredamos, sino también por la esencia de aquellos que nos precedieron: las madres y los padres. Cada uno, fruto de una historia única, ambos con sus narrativas y enseñanzas, permanecen con nosotros de una forma que trasciende el tiempo. Cada risa, cada lágrima, cada abrazo compartido se convierte en una parte de nosotros, trascendiendo el mundo sensible. Ya no es del toque, es del etéreo.
En un mundo cada vez más dependiente de lo tangible, olvidamos el inmenso valor de lo intangible. El ser humano posee dos dimensiones: lo inmanente y lo trascendente. La vida se realiza en el ser y no en el tener. Así, es en la vivencia del amor incondicional donde experimentamos la verdadera unidad. Para quienes profesan la fe católica cristiana, la Comunión de los Santos ofrece la certeza de que los que se han ido son todavía más parte de nosotros. El Bautismo es la fuente que permite a la persona experimentar esa conexión profunda, donde el tiempo se disuelve y el amor trasciende todas las dimensiones que nuestra razón puede comprender.
Son la fragilidad y la finitud las que confieren grandeza a nuestra condición humana. Hoy, quizá, aún no se entienda. Son condiciones contrarias a aquello que el mundo intenta hacer creer a cada uno. Para cada cristiano, la promesa de un Cielo, donde todos somos uno, ofrece consuelo y esperanza. Sin embargo, la comunión con aquellos a quienes el corazón llama madre y padre —la celebración de la vida en todas sus formas— es la forma de reconocer que el amor no se extingue con la muerte y comienza ya hoy. Es en esta vida donde vamos tocando el Cielo y edificando la eternidad.