Tenemos que conseguir que mentir vuelva a dar vergüenza. Por Jesús Suárez

por Jesús Suárez

@jsuarez02111977

En estos tiempos de postverdades y eufemismos, donde la mentira ha dejado de ser el vergonzoso pariente que se esconde tras la puerta para pasar a ocupar la cabecera de la mesa, urge recordar lo que alguna vez supimos y olvidamos: mentir debería dar vergüenza. No una incomodidad pasajera, ni un leve rubor que se disipa con el primer aplauso o “like” digital. No. Vergüenza de verdad, de la que cala los huesos y hace que el mentiroso mire al suelo con la súbita conciencia de su propio fracaso moral.

Porque, digámoslo sin paños calientes, vivimos en una sociedad anestesiada a base de falacias y poses. Mentimos a diario, todos y de todas las formas. Mentiras grandes y pequeñas, piadosas y desvergonzadas, vanas y con alevosía. Y lo peor, no solo mentimos: celebramos la mentira. La hemos elevado a la categoría de virtud. ¿No es el cínico el que se lleva los aplausos por su astucia? ¿No es el farsante el que trepa en la escala social con una sonrisa de tiburón y la boca llena de promesas vacías? El mundo gira, y sobre su eje no hay honor ni verdad, sino impostura.

Antes, mentir era una deshonra. Se nos enseñaba que la verdad podía doler, pero la mentira destrozaba el alma. Era el cuchillo que te cortaba por dentro, la traición a todo lo que eras y podrías haber sido. La palabra dada tenía peso, el compromiso sellaba destinos, y la mentira era el acto definitivo de cobardía, un acto que marcaba al mentiroso como un ser indigno de confianza.

¿Dónde se perdió eso? ¿Cuándo pasamos de sonrojar al pillado en falta a encumbrar al que engaña mejor? Tal vez fue cuando la opinión se volvió más importante que la realidad. Cuando importó más parecer que ser. Y la mentira, que de ser condenada pasó a ser herramienta, empezó a extenderse como un virus, inmune ya al desprecio, aceptada, incluso venerada.

Hay que decirlo claro: mentir debería volver a ser motivo de vergüenza. La sociedad que respeta la mentira se degrada; el mentiroso sin rubor no es solo un cínico, es un peligro público. La mentira corroe, disuelve los lazos de confianza y envenena todo lo que toca. Hace que las promesas sean papel mojado y las palabras valgan menos que un susurro en el viento. Porque en un mundo donde todos mienten, nadie escucha y nadie cree.

El regreso al respeto por la verdad no es una tarea sencilla ni rápida. Exige valentía. Exige, sobre todo, hacer de la verdad algo valioso de nuevo. Implica señalar al mentiroso sin temor y sin ambages, sin importar su cargo, su estatus o su red de aduladores. Hay que recuperar esa mirada que humilla, esa que deja claro que la mentira, por muy conveniente, ingeniosa o rentable que sea, sigue siendo —y debe seguir siendo— una mancha indeleble.

La historia, esa jueza implacable, nos enseña que las sociedades que se fundan sobre la verdad pueden tambalearse, pero resisten. En cambio, las cimentadas en mentiras caen con estruendo. Hoy, cuando parece que la posverdad es la única moneda de cambio, la verdadera rebeldía es una: decir la verdad y exigir que quien mienta sienta en su piel la vergüenza de ser atrapado.

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