La Navidad: un espejismo envuelto en papel de regalo. Por Jesús Suárez

por Jesús Suárez

@jsuarez02111977

Ah, la Navidad. Ese circo de luces LED, villancicos repetidos hasta la tortura y falsos buenos deseos repartidos como confeti. Llega diciembre y el mundo parece entrar en un trance colectivo, una especie de borrachera de hipocresía donde el consumismo se disfraza de tradición, y el “espíritu navideño” se reduce a llenar carritos de la compra y redes sociales con fotos de familias que no se soportan el resto del año.

¿De qué va todo esto, en realidad? ¿Alguien todavía recuerda que esta fiesta se supone que celebra el nacimiento de un hombre que predicó la humildad, el sacrificio y el amor al prójimo? Porque, seamos claros, si Jesús volviera ahora y paseara por las calles de cualquier ciudad en Navidad, lo primero que haría sería vomitar ante los escaparates y después romper a latigazos el árbol gigante patrocinado por alguna multinacional. ¿“Paz en la tierra y buena voluntad entre los hombres”? Ni paz ni tierra, y de buena voluntad, justo lo necesario para cumplir el trámite de un regalo barato.

La Navidad de hoy no es una tradición: es una operación de marketing que se repite cada año con la precisión de un reloj suizo. Desde noviembre (sí, ahora empieza en noviembre, porque al parecer Black Friday es su prólogo oficial) nos bombardean con anuncios que te hacen creer que si no tienes la casa decorada como una película de Hollywood y no compras el último gadget para tu sobrino, eres un fracaso como ser humano. Las grandes marcas han secuestrado la Navidad, la han despojado de cualquier significado y la han vendido al mejor postor.

¿Y las creencias? Esa es la mejor broma. Porque para muchos, la Navidad no es más que una excusa. No creen en Dios, no pisan una iglesia, no saben ni recitar un versículo de la Biblia, pero ahí están, montando un belén como si les fuera la vida en ello. Y cuidado con no invitarles a cenar, que el drama será de proporciones bíblicas. La fe se ha convertido en un atrezo, algo que se desempolva para justificar el teatro de cada diciembre.

Pero lo peor no es el consumismo ni la hipocresía. Lo peor es que, en el fondo, la Navidad es un espejo que refleja lo vacíos que estamos. Queremos creer en algo, en cualquier cosa, porque no soportamos enfrentarnos al hecho de que vivimos en una sociedad egoísta, superficial y profundamente infeliz. Y la Navidad, con su purpurina y su música pegajosa, nos ofrece un alivio temporal, una ilusión de que todo está bien, aunque sepamos que al día siguiente volveremos a ser los mismos cínicos que éramos el 23 de diciembre.

Así que, si todavía celebras la Navidad, hazlo, pero no te engañes. No es amor, ni fe, ni magia lo que estás celebrando. Es un espejismo, un ritual vacío diseñado para hacerte gastar, para mantenerte distraído, para darte la sensación de que formas parte de algo más grande. Pero la verdad, como siempre, está en el silencio que queda después de la fiesta. Y ese silencio no tiene luces, ni adornos, ni villancicos. Solo la fría realidad de una sociedad que ha perdido el norte y necesita que alguien le recuerde lo patético que resulta envolver su miseria en papel de regalo.

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