Iago Aspas, ese tótem de Moaña encaramado a un pedestal de percebe y ego, salió tras perder contra el Espanyol y, en vez de asumir que su equipo fue incapaz, se permitió el lujo de dar lecciones de fútbol con una superioridad que apesta a rancio. “Prefiero jugar contra los grandes, los que proponen, los que quieren jugar al fútbol…” Y uno lo escucha y no sabe si reírse, vomitar o mandarle un espejo retrovisor. Para que se mire. Para que se vea. Para que entienda, de una vez por todas, que lo suyo no es grandeza, sino una versión cutre del Mesías local con ínfulas de Maradona y discurso de cuñado futbolero.
Vamos a decirlo claro: El Celta es un club simpático. El Espanyol, uno serio. El Celta tiene carisma de provincia, pero el Espanyol tiene historia. El Celta llena bares en Galicia, el Espanyol tiene títulos en las vitrinas. Copas del Rey, finales europeas, temporadas enteras en Primera, cuando tú, Iago, ni sabías atarte las botas. El Espanyol ha sido grande cuando en Vigo aún andaban preguntando si la UEFA se comía con tenedor o con palillos.
Así que no. No tienes derecho a llamar “pequeños” a los que tienen más cicatrices, más guerras y más gloria que tú. Tú, que te pasaste media carrera jugando a que eras el salvador del Celta, como si levantar un equipo moribundo fuera lo mismo que levantar una copa. Tú, que haces de cada entrevista una procesión, de cada derrota un drama griego. Y todo, para que nadie diga en alto lo evidente: que el personaje te ha devorado. Porque lo que dijiste, Iago, no es una opinión futbolística. Es el berrinche de un niño al que le cerraron la puerta. Lo que te molesta no es que el Espanyol se encierre, sino que no te respete el trono. Que no te deje jugar a tu ritmo, que no te regale espacios, que no te haga reverencias. Tú no querías un rival. Querías figurantes para tu obra. Y el Espanyol, pobre de ellos, se atrevió a competir.
Y ahí se te cayó la careta. Ahí vimos al verdadero Iago: el tipo que solo acepta la derrota si se la pintan con purpurina. Si no, insulta. Si no, desprecia. Si no, reparte carnets de buen fútbol como si fuera Cruyff reencarnado en chanclas y acento gallego.
¿Y sabes qué es lo peor, Iago? Que te crees tus propias mentiras. Te crees príncipe cuando no eres ni vasallo. Te crees distinto cuando eres otro más que no supo envejecer con dignidad. Te crees víctima de un sistema que no te rinde pleitesía. Pero no, chaval. No te lo ponen difícil porque seas bueno. Te lo ponen difícil porque ya no das miedo .
Y eso jode. Eso escuece. Eso te hace hablar más de la cuenta en vez de cerrar el pico y aceptar que, por mucha estatua que te hagan en Moaña, te están empezando a pasar por encima como a un coche viejo en una cuesta sin frenos.
Así que menos llorar y más tragar saliva. Porque no hay nada más patético que un falso rey al que ya no le teme nadie.
Y tú, Iago, hace tiempo que dejaste de ser príncipe.
Ahora solo eres un jugador amargado que llora porque los demás no se dejan ganar.