@jsuarez02111977
La adolescencia no es una etapa, es un territorio hostil. Una guerra sin trincheras donde todo parece un drama shakesperiano. Que si hacer la cama les mata, que si levantar un plato parece un desafío digno de Hércules, que si contestar a una pregunta sencilla les provoca suspiros que podrían mover molinos. Y tú, adulto medio, miras y piensas: “Pero qué demonios pasa por ese cerebro para que todo sea cuesta arriba”. Pues pasa mucho, demasiado quizá.
La culpa no es suya, sino de un cerebro en obras, una especie de reforma integral que convierte su mente en un edificio lleno de andamios, polvo y desconcierto. La amígdala, esa pequeña región cerebral encargada de gestionar emociones, se ha vuelto loca. Es como un fuego incontrolado que responde a todo con intensidad. ¿Que alguien les corrige? Explosión de rabia. ¿Que se sienten ignorados? Pozo de desesperación. No hay medias tintas, no hay racionalidad. Y es lógico: el córtex prefrontal, la parte del cerebro que regula, organiza y calma las aguas, está todavía en pañales.
Esa inmadurez explica por qué reaccionan como si el mundo se fuera a acabar cada vez que se les pide algo. No es pereza, es biología. Las conexiones neuronales están en plena poda: eliminando lo inútil y fortaleciendo lo importante. Como un jardinero novato, el cerebro adolescente está aprendiendo a elegir qué mantener y qué cortar. Mientras tanto, cada decisión parece un Everest y cada emoción, un huracán.
Y no hablemos de la dopamina, esa sustancia química que debería mantenernos motivados. En los adolescentes, está desajustada. Buscan estímulos extremos porque los pequeños logros no les provocan ni un mísero chispazo. Por eso necesitan fiestas épicas, videojuegos maratónicos o desafíos ridículos para sentir algo. Levantar un plato, por el contrario, no les aporta absolutamente nada.
Eso sí, la culpa también es nuestra. Les cargamos con etiquetas: vagos, desmotivados, ingratos. Olvidamos que nosotros también fuimos ese caos, esa mezcla explosiva de hormonas y neuronas luchando por encontrar su sitio. Y encima, les exigimos que sean adultos en un cuerpo que todavía está aprendiendo a serlo. Que tengan paciencia cuando su cerebro se siente como un barco en plena tormenta, sin capitán ni rumbo claro.
La adolescencia no es fácil. No lo fue para nosotros y no lo es para ellos. Pero en vez de repetir el mantra del “estás en la edad del pavo”, deberíamos armarnos de paciencia, humor y un poco de perspectiva. Porque al final, ese cerebro desordenado, que ahora nos saca de quicio, acabará encontrando su equilibrio. Aunque mientras tanto, nos toque respirar hondo cada vez que su amígdala decida declararnos la guerra por no haberles comprado las galletas que querían.
Foto TVE