@jsuarez02111977
Yo sigo aquí.
No me busques en los archivos, porque mi nombre está escrito con tinta corrida. Fui uno de los que se pudrieron en esta cárcel que mira al mar y al mismo tiempo lo teme.
Soy uno de los que nunca salieron. De los que subieron en camiones una madrugada hacia el Campo da Rata y volvieron en silencio, convertidos en aire, en memoria, en fantasma.
Recuerdo cuando todo empezó, mucho antes de mí. 1894. El alcalde Carlos Martínez Esparís se quejaba en el salón de plenos de que la vieja Cárcel de la Audiencia del Parrote era una vergüenza. Una pocilga medieval, dijo. Así empezó el sueño del progreso, como empiezan casi todas las condenas: con buenas intenciones y un expediente sellado.
Barajaron sitios —Campo de Marte, castillo de San Antón— hasta que decidieron levantar la nueva prisión en Monte Alto, frente al viento y a la Torre de Hércules. Donde la luz guía a los barcos, nos encerrarían a nosotros, los náufragos humanos.
Juan Álvarez de Mendoza y Pedro Mariño dibujaron el plano.
2 de mayo de 1925, pusieron la primera piedra con discursos y flores, en honor a Concepción Arenal, la mujer que soñó con cárceles que rehabilitaran. Ironías del destino: bendecir una jaula con el nombre de quien quiso romperlas.
20 de septiembre de 1927, abrieron las puertas. Yo aún no existía entre sus rejas, pero ya podía olerse lo que vendría: la humedad, la desesperación, el miedo.
Era un panóptico. Desde el centro, los guardianes lo veían todo.
O eso creían.
Nunca vieron las noches en las que los presos se abrazaban para no volverse locos. Nunca vieron los rezos que se decían en voz baja, ni los mordiscos al pan duro, ni las cartas escondidas en los dobleces de la ropa.
El ojo que todo lo ve no entiende de almas.
Luego llegó el 36, y con él, la oscuridad.
Yo tenía veintiocho años cuando me detuvieron por “ideas peligrosas”. Ideas tan simples como creer que el hombre debía ser libre. Me golpearon, me metieron en un camión, y un día desperté aquí, en la Prisión Provincial de A Coruña, la cárcel “autorizada para extinguir penas”. Nunca escuché un título tan exacto.
Había más de dos mil hombres dentro de estos muros. Celdas de quince ocupadas por sesenta cuerpos. El aire olía a sudor y a miedo. Las ratas correteaban entre los pies, las mantas estaban húmedas y las paredes sudaban. El hambre era una religión y el silencio, su misa.
Al amanecer oíamos los camiones.
No hacía falta preguntar.
Sabíamos quiénes no volverían.
A veces uno de ellos era amigo, vecino, hermano. Subían al Campo da Rata y allí los borraban del mundo.
Alfredo Suárez Ferrín, alcalde republicano.
Francisco Pérez Carballo, gobernador civil.
José Gómez Gayoso, comunista.
Benigno Andrade “Foucellas”, guerrillero.
Y tantos otros, sin nombre ni placa.
Cuando el viento soplaba fuerte, sus gritos regresaban con las olas y entraban por las rendijas de nuestras celdas. A veces juraría que aún los oigo.
A mí me fusilaron una mañana sin sol.
Nos llevaron en un camión pequeño, éramos seis. En el trayecto nadie habló. Uno rezaba, otro temblaba, yo pensaba en mi madre.
En el Campo da Rata, el mar rugía con furia.
Nos pusieron de espaldas, y cuando oí el clic del fusil, supe que el silencio no era el final.
Desde entonces sigo aquí, entre estos muros, oliendo el salitre y la humedad.
Soy parte de esta cárcel, de su condena interminable.
Con los años la guerra se apagó, pero la cárcel siguió viva.
Llegaron los años cincuenta, se levantó otro piso. Más muros, más oscuridad.
En los setenta, la represión cambió de nombre, pero no de rostro. Había nuevos presos políticos, nuevas palabras prohibidas. La transición fue una palabra que aquí dentro no se escuchó nunca.
En 1998 abrieron Teixeiro. Dijeron que esta cárcel cerraba, pero no se cierran las cárceles: se abandonan. Se dejan morir, como a los perros viejos.
La mía quedó vacía, con el eco de los pasos y el rumor del mar.
A veces entraba el viento, otras los curiosos. En 2010, una directora de cine —Isabel Coixet— vino a filmar la memoria que los vivos olvidaron. Luego llegó Proxecto Cárcere, un grupo de gente que quiso devolvernos el nombre, abrir las puertas, usar el espacio para la vida. Los dejaron entrar, un tiempo. Después, los echaron. La burocracia también sabe fusilar.
El tiempo siguió haciendo lo que sabe: destruir sin ruido.
Las paredes se agrietaron, los cristales se rompieron, la maleza trepó por el patio.
Y aun así, resistimos.
Porque nosotros —los que aquí seguimos, aunque nadie nos vea— no dejamos que el olvido gane.
He escuchado las discusiones de los vivos: los millones que cuesta rehabilitarla, los juicios, los papeles, los convenios del 2005, los jueces del 2024. He visto entrar políticos con traje y salir con olor a polvo. Hablan de cesiones, de pleitos, de “usos futuros”.
Nadie menciona los cuerpos. Nadie menciona que el suelo que pisan está empapado en sangre.
7.500 expedientes dicen que guardan en el archivo. Qué ironía: reducir una vida a un número y un sello.
Yo sigo aquí.
Veo los grafitis, las ratas, los chavales que se cuelan por las rendijas a hacer fotos.
Los oigo decir que el sitio da miedo. Y tienen razón.
Da miedo porque aún respiramos.
Da miedo porque aquí dentro no hay olvido.
La cárcel de la Torre no es ruina ni reliquia. Es un espejo sucio donde se refleja la conciencia de una ciudad que preferiría mirar al mar.
Pero el mar no olvida.
Cada noche, cuando el viento sopla del noroeste, arrastra nuestros nombres por las calles de Monte Alto.
Y mientras la maleza crece y la pintura se cae, nosotros seguimos aquí, esperando que alguien entre y escuche.
No queremos homenajes ni flores.
Queremos memoria.
Queremos que digan nuestros nombres en voz alta, uno a uno, hasta que el silencio no quepa.
Porque los muertos del Campo da Rata seguimos vivos en estas paredes.
Y cada grieta, cada trozo de yeso que se desprende, lleva un pedazo de nuestra historia.
Somos los que murieron por pensar, los que aún susurran en las noches de salitre.
Y no nos iremos hasta que alguien tenga el valor de mirar este lugar sin bajar la cabeza.