@jsuarez02111977
Antes de que el judo tuviera nombre en Galicia, ya había un hombre empeñado en enseñarlo. Luis Vilela, finales de los años cincuenta, se dejaba la piel en cuarteles y gimnasios fríos, con tatamis improvisados y alumnos que no sabían si aquello era deporte o locura. Fue el primero en demostrar que aquí también se podía caer con elegancia. A Coruña fue el punto de partida.
Y entonces llegó 1975. Una fecha que lo cambió todo. Fue el año en que Bernardo Romay y María Nieves Vales decidieron convertir la pasión en hogar. No tenían dinero, ni patrocinadores, ni promesas. Tenían algo más importante: fe en lo que hacían. Así nació el Judo Club Coruña. Un tatami, unos cuantos kimonos, y una idea tan simple como poderosa: enseñar a vivir a base de caídas y levantadas.
Romay venía curtido en campeonatos militares, donde se aprendía a base de golpes, sin glamour ni premios. Sabía que el judo no era espectáculo, sino respeto, técnica y disciplina. Y Mari Nieves —serena, firme, incansable— le dio al proyecto esa mezcla de rigor y cariño que hace que algo dure. Juntos levantaron una escuela que sobrevivió a las décadas y a las modas.
Los años ochenta trajeron movimiento. Galicia empezaba a mirar al judo como algo serio. Se organizaban campeonatos, surgían nuevos clubes, y el Judo Club Coruña, desde su sede en la calle Pintor Seijo Rubio, 19, se convertía en punto de referencia. Allí no había poses ni discursos. Solo gente real aprendiendo a caer sin miedo y a levantarse sin excusas.
En los noventa, el club ya era una institución. De su tatami salían campeones, profesores y judokas de verdad, de los que no necesitan que nadie les diga qué significa respeto. Llegaron los viajes, las medallas, las generaciones nuevas. El club creció, amplió horizontes —Jiu Jitsu, Aikido, Iaido, Karate, Pilates—, pero sin perder su alma. Seguía siendo lo mismo: trabajo, constancia y humildad.
El siglo XXI trajo gimnasios con luces de neón, selfies y música en los vestuarios. Pero el Judo Club Coruña no cambió. Más de 200 personas, de cuatro a setenta años, siguen descalzándose para entrar al tatami. Siguen saludando antes de empezar. Siguen cayendo. Siguen levantándose. Porque aquí nadie viene a presumir: vienen a aprender, a respetar y a resistir.
Y ahí sigue Bernardo Romay, con la misma voz firme, el mismo gesto tranquilo y la misma mirada limpia. Dijo que no pensaba jubilarse, y lo cumple. Medio siglo después, sigue en pie, enseñando que lo importante no es ganar. Lo importante es volver.
De esas colchonetas han salido campeones de España, entrenadores, soñadores y personas con una idea muy clara de lo que vale el esfuerzo. Tres generaciones han pasado por ese suelo, y todas se llevan lo mismo: la certeza de que el judo no es una medalla. Es una manera de estar de pie cuando todo empuja para que caigas.
El Judo Club Coruña no presume, no compite con nadie, no necesita aplausos. Su historia no está en los trofeos, sino en cada caída, en cada saludo, en cada alumno que vuelve al día siguiente aunque el cuerpo le duela.
Y al final, cuando el tatami queda vacío y el eco de los pasos se apaga, solo queda el silencio. Ese silencio limpio que huele a sudor y a esfuerzo, a respeto y a orgullo. El mismo silencio que acompaña a quien sabe que dio todo lo que tenía y un poco más.
Ahí, en ese momento en que la ciudad se apaga y el tatami descansa, el Judo Club Coruña sigue respirando. Sigue vivo en el gesto de un niño que aprende a caer, en la mirada serena del maestro que nunca se rinde, en el murmullo de una historia que no necesita adornos.
Porque el judo —como la vida— no es una batalla ni una gloria.
Es una danza entre el suelo y el alma.
Una caída limpia, una respiración profunda, un saludo al final.
Y la certeza, siempre, de que mañana se volverá a empezar.