
La longevidad es uno de los mayores triunfos del progreso humano, pero se vuelve irrelevante si el futuro no incluye dignidad, trabajo y participación. Hay organizaciones que anuncian transformación, pero siguen operando con la misma lógica de siempre, es decir, excluir a quienes han vivido más tiempo. Hacen campañas con eslóganes y fotografías con cabellos grises, pero no renuevan prácticas ni estructuras. A esto comienza a llamarse age-washing. Hablar de inclusión etaria sin incluir. Tal como ocurre con el greenwashing, hay una distancia evidente entre el discurso y la realidad. Y la realidad es simple y está a la vista de todos en muchas empresas, la colaboración intergeneracional solo existe en la comunicación. Y nunca en la toma de decisiones, ni en los equipos, ni en los procesos.
Este fenómeno no es teórico, está documentado. Organismos como la Organización Internacional del Trabajo llevan tiempo alertando de que la discriminación por edad es una forma persistente y silenciosa de exclusión en el mercado laboral (ILO, 2019). En Europa, varios estudios e informes de Eurofound muestran que los trabajadores mayores de 55 años enfrentan más obstáculos en el acceso al empleo, en la progresión y en el acceso a la formación en comparación con grupos más jóvenes, incluso cuando poseen experiencia, competencias y conocimiento. Esta exclusión no resulta de incapacidad, sino de prejuicios arraigados que asocian juventud con innovación y edad avanzada con pérdida de valor. Paralelamente, comienzan a surgir movimientos y comunidades, sobre todo en redes digitales y foros especializados, que denuncian esta realidad a la que dan el nombre de “edadismo”. Hay un punto irónico en este debate, y es que muchos de los profesionales hoy marginados y excluidos por una obsolescencia presumida fueron precisamente quienes construyeron, utilizaron, lideraron e impulsaron las transformaciones tecnológicas que definen el mundo laboral contemporáneo.
El age-washing es, por tanto, una señal de alerta y expone una paradoja mayor. En su práctica corriente, estamos ante una amenaza para la sostenibilidad de las sociedades, además de la injusticia social asociada a esta exclusión y del riesgo al que quedan expuestas las civilizaciones a corto y medio plazo. Una palabra que expone el cinismo de las organizaciones que hablan de inclusión, pero siguen descartando talento sénior como si fuera peso muerto. En este punto reside la cuestión central: o las organizaciones reconocen el valor económico y social de la experiencia sénior e integran la longevidad como estrategia, o serán superadas por quienes comprendan este cambio demográfico. No se trata de benevolencia, sino de inteligencia económica y social. La experiencia acumulada es riqueza real, construida a lo largo de décadas, y descartarla es desperdiciar el presente y comprometer el mañana. Este es el tiempo en que las sociedades tendrán que elegir entre operaciones cosméticas o tener futuro. Porque una sociedad sostenible es aquella que reconoce, valora e integra a todas las personas a lo largo de la vida.