Cristóbal Colón era coruñés y punto. Por Jesús Suárez

por Jesús Suárez

@jsuarez02111977

Cristóbal Colón era coruñés. ¿Sorprendidos? Pues no deberíais estarlo. Claro que ahora todos vendrán con la historia de siempre: que si era genovés, que si portugués, que si catalán, porque su madre se apellidaba Colom y le gustaba la butifarra. Chorradas. El tipo era de Montealto, y eso es tan evidente que solo los que tienen la geografía atrofiada o la historia comprada no lo ven. En esta esquina de Galicia, donde el mar rompe con la fuerza de mil demonios y la lluvia cae con un desprecio que te forja el carácter, nació Colón. Porque nadie sale en busca de tierras ignotas si no ha crecido acostumbrado a mirar el fin del mundo desde la ventana del salón.

Vamos a ser claros: la cosa tiene todo el sentido del mundo. Solo alguien que haya respirado el aire de Montealto desde crío podría embarcarse en la empresa más loca de la historia con la despreocupación de quien pide un vino en la calle de Los Olmos. Porque en A Coruña, eso de lanzarse al abismo es una actitud, una forma de vida que se aprende desde pequeño. Aquí, cualquier día de temporal te enseña más sobre la naturaleza humana que cien años de filosofía, y Colón aprendió esas lecciones a pie de playa, entre el rugido de las olas y la niebla espesa que oculta la verdad como la mejor de las coartadas.

Además, díganme si no es tipico de un gallego que, cuando le pregunten de dónde es, responda de forma ambigua y siga su camino sin aclarar nada. La habilidad de Colón para esquivar esa pregunta es pura retranca gallega, señores. Cuando le decían “genovés”, él sonreía con una especie de aprobación vaga, como si le dijeran que era del barrio de al lado. La historia está llena de versiones contradictorias, y no es casualidad: Colón era de esos que disfrutan viendo cómo los demás se ahogan en la duda. Muy gallego, todo. Porque un buen gallego no dice nunca de dónde viene, deja que los demás se rompan la cabeza averiguándolo. Y si te confundes, peor para ti. Ya te lo había advertido, aunque tú no te dieras cuenta.

Que el hombre tenía Montealto en las venas lo demuestra hasta su forma de bautizar las tierras que iba descubriendo: Cuba, Costa Rica… Vamos, que es escuchar esos nombres y te huele a fiesta de pueblo, a música de gaitas y al aroma inconfundible de una buena churrascada. Y es que lo que Colón sentía no era solo la necesidad de ponerle nombre a lo nuevo, sino de llevarse un pedazo de Galicia en el bolsillo, para no olvidar de dónde venía. Cada isla era una suerte de homenaje a las verbenas interminables que tanto se echan de menos cuando uno está perdido en medio del océano.

Y hablando de océano, ¿de qué se extrañan? Un hombre nacido en Génova, en Florencia o donde demonios quieran no se va a meter en un barquito para cruzar el Atlántico solo porque alguien le ha dicho que al otro lado podría haber algo. Esas son historias para turistas. Pero un gallego, alguien criado con el Atlántico mordiéndole los tobillos desde que aprende a caminar, eso es otra cosa. En A Coruña, salir a navegar no es una aventura, es casi un trámite. Aquí se cruza el mar como quien sale a dar un paseo para despejar la cabeza. Y Colón sabía que el mar no era un enemigo, sino un campo de batalla donde medir fuerzas con el destino. Porque si has visto una tormenta en el Orzán, ya no hay océano que te asuste. Eso es así.

Luego está el asunto de los mapas. Porque resulta que Colón tenía más dotes cartográficas que un GPS. Pero, ¿cómo no iba a tenerlas? Cualquiera que haya intentado orientarse en Monte Alto sabe que el 15002 es un laberinto que ríete tú de los rompecabezas. Un coruñés aprende a navegar la vida como navega esas callejuelas que parecen no llevar a ningún sitio, salvo al mar. Así que, no me vengan con historias. Colón aprendió a leer las estrellas y las corrientes en su Montealto natal, mirando al Atlántico y preguntándose qué habría más allá de la línea gris del horizonte. El tipo no nació con un mapa en la mano, lo inventó.

Ah, pero claro, ahora saldrán los historiadores con los libros de texto bajo el brazo, diciendo que no hay pruebas concluyentes. Como si no fuera suficiente prueba el hecho de que Colón mintió, trampeó y vendió su proyecto a los Reyes Católicos con más descaro que un feriante. Eso es pura picaresca gallega, amigos. Solo un coruñés podría haber convencido a Isabel y Fernando de que financiaran la locura de cruzar el mar sin saber si había algo al otro lado. Porque los gallegos somos precisamente famosos por ser personas de palabra retorcida y gente de gestos esquivos. Y Colón, con ese aire de misterio y esas promesas envueltas en bruma, sabía manejarse mejor que nadie en el arte de vender humo.

En el fondo, la grandeza de Colón es una extensión de la ciudad que lo vio nacer. A Coruña es una trampa gloriosa para navegantes y buscadores de horizontes. Una ciudad que se ríe en la cara de los que no se atreven a cruzar la calle cuando llueve y aplaude a los que se lanzan al océano con la misma facilidad con la que otros se tiran a la piscina. Porque aquí, la valentia no es una cualidad, es una necesidad. El Atlántico no perdona a los cobardes, y Colón lo sabía. Y no le importaba. Porque era de Montealto. Y con eso está todo dicho.

Así que, a los que siguen debatiendo si Colón era genovés, portugués o un extraterrestre, les digo una cosa: dense una vuelta por A Coruña una tarde de temporal. Recorred Montealto, sentid el viento helado que azota la Torre de Hércules y me contáis si, después de eso, no os parece evidente que el único sitio donde podía haber nacido un hombre capaz de lanzarse al vacío con los ojos cerrados y los puños apretados era este. Porque en La Coruña no hacemos hombres. Hacemos leyendas.

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