23J, el Rey propone al candidato a presidente que desea

por Naty Carracedo

La Carta Magna de España reserva al Rey algunas funciones esenciales. Tal vez la más importante sea designar, a su libre arbitrio, el candidato a la presidencia del gobierno. Lo dice el artículo 99, punto 1º. “Después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda, el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”.

Viene esto a colación recordar esto tras oír desde la derechona algunas proclamas histéricas, mediáticas y políticas que reclaman ya del monarca que proponga al ganador de los comicios como aspirante a la Moncloa. Felipe VI está únicamente obligado por ley a plantear, bajo su criterio, a un aspirante, sea el que sea, con más opciones reales de poder formar un ejecutivo.

Dicho todo esto, a día de hoy, y pendientes del voto CERA, que se resolverá pasado mañana y que puede alterar algo el equilibrio de poderes en la Cámara Alta, el líder con más apoyos probables es Pedro Sánchez, guste o no. Él debería ser el designado.

En estos momentos, Feijóo no está en disposición de presentarse a una investidura o no, ya que no es él el que resuelve esta cuestión, es el Borbón.

La historia demuestra que tanto a derechas como izquierdas les cuesta digerir el resultado electoral en la nación española cuando no les favorece. Esa frustración se traduce en sollozos, deslegitimaciones, datos falseados, petición de dimisiones inmediatas…Tres ejemplos, Fraga golpeando una mesa tras su rotundo fiasco en las elecciones de 1977, tras naufragar con una AP llena de exministros franquistas. Felipe González llorando cuando perdió en 1979 ante la UCD de Suárez, tras la aprobación de la Constitución. Un enloquecido Ruiz Gallardón sugiriendo un pucherazo electoral cuando Felipe venció por la mínima en 1993, cuando Aznar ya casi saboreaba el dulce sabor del poder.

En esta línea, no ahondaremos aquí sobre infaustos momentos de la Segunda República, cuando todo estaba tan polarizado y crispado que se veía como se mascaba una inminente tragedia nacional. Ello aconteció tras la victoria de la derecha de Gil Robles y otros en 1933. Ello provocó una huelga general revolucionaria en parte del Estado, sofocado por el ya famoso Francisco Franco a sangre y fuego, fundamentalmente en Asturias.

Tampoco rememoraremos la reacción de los elementos más filofascistas del espectro político, militar y mediático, que desde la victoria del Frente Popular en 1936, comenzaron a conspirar contra aquel régimen hasta culminar con el intento de golpe de estado del 18 de julio, que devino en una horrenda contienda civil.

Volviendo al presente, si el prófugo e impresentable Puigdemont debe ser el árbitro de la gobernabilidad de una nación que desprecia, que sea así. Pero no echemos culpas prematuras sobre la labor un Jefe del Estado que, de momento, ha cumplido con solvencia con su encomienda, incluida la ardua tarea de soportar a su brava consorte.

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