Más anchas que los labios. Por Antonio Álvarez de la Rosa

por Antonio Álvarez de la Rosa

  Los buenos poetas son capaces de condensar el pensamiento y, si es necesario, encapsular un tratado de semántica en un manojo de versos. O de clarificar el complejo misterio de la comunicación entre los seres humanos con la luz de versos como, por ejemplo, estos de Luis Feria: «Las palabras son siempre más anchas que los labios,/ mayores que la ausencia y que la infamia«. De ahí la importancia de un libro como La palabra y el silencio, de José Manuel Cabra de Luna, publicado por EDA Libros. (Editorial, por cierto, premiada por la Feria del Libro de Málaga en su reciente edición de 2024).

 Desde sus primeras páginas, me atrajo la engañosa sencillez de su escritura, la serenidad emocionada de sus reflexiones, la poesía que cabrilleaba entre líneas, la transitividad de sus alusiones. José Manuel Cabra de Luna es, dicho sea en francés, un passeur literario, un escritor que te ayuda a franquear los obstáculos del pensamiento, que te lleva de una orilla poética a otra orilla filosófica o viceversa, una suerte de barquero de las palabras y las imágenes que se deslizan entre las líneas de esta suerte de ensayo filosófico-poético y, de vez en cuando, delicadamente autobiográfico: la poesía y la filosofía en la pluma de un intelectual.

Mientras leía, entre palabras y silencios, iba notando que bajo esa escritura hay mucha lectura, mucha sabia digestión de lo leído. No se trata de un ensayo académico en el que uno busca, sobre todo, fuentes, influencias, citas, etc. Lo que transmite no es un déjà vu (algo ya visto), sino algo nuevo que él ha visto y tú no, futuro lector. Para empezar, su título me recordó de inmediato Lenguaje y silencio, el ensayo de George Steiner, publicado hace unos 60 años, un libro, entre otras materias, sobre el lenguaje y la política, el lenguaje y el futuro de la literatura, sobre las presiones que ejercen los regímenes totalitarios y la decadencia cultural. No pretendo compararlos, pero sí subrayar la coincidencia porque ambos libros hacen que, al leerlos, nos sintamos más inteligentes.

He sentido, por ejemplo, la voz envolvente de Gaston Bachelard, el filósofo francés que empezó siendo catedrático de Química y acabó enseñándonos a ser poetas con la lectura de la poesía. A través del cobre conductor de la escritura de Cabra de Luna me llegaron los ecos de su imaginario clarividente cuando, por ejemplo, en El aire y los sueños, Bachelard nos explica que «no hace falta salir para respirar porque podemos hacerlo desde casa, leyendo poesía … e, incluso, leyéndola en voz alta». He escuchado el latido poético de Paul Valéry y sigo convencido de que, como dijo este premio Nobel, «el verdadero poeta es el que inspira». Poco a poco, conforme avanzaba la lectura, crecía la nómina de cómplices literarios a la sombra protectora de Michel de Montaigne y del homenaje que le hace Cabra de Luna para cerrar la penúltima parte de este libro que él titula «Escolios a unos textos antiguos». (Se trata, aclaro, de pequeños textos escritos y publicados en un periódico de Málaga hace una treintena de años, que le siguen pareciendo dignos, y un pequeño comentario actual, suerte de «reflexión sobre la reflexión»). En este caso, un párrafo que desprende aromas de lector agradecido (p. 173): «Muchas horas de consuelo me han dado sus Ensayos, mucha conformidad con mi condición de hombre provisto de pasiones, capaz de estar hoy en lo más alto y mañana en el muladar. Montaigne habló de la persona tal cual es y por eso nos reconcilia con la vida. El dijo, y con ello instauraba la literatura moderna: Yo mismo soy el tema de mi libro».

La palabra y el silencio une dos términos opuestos, en apariencia casi excluyentes. Sin embargo, en el fondo son dos conceptos muy complementarios, nada menos que dos de los grandes privilegios del ser humano y, al mismo tiempo, dos de las fracturas de nuestra condición de individuos y de seres sociales, de las quiebras del territorio de nuestra convivencia y entendimiento, un asunto, por cierto, más actual que un reloj en hora en esta época nuestra que corre un serio riesgo de reabrir las puertas al totalitarismo, porque erosiona a diario los metales más preciados para comprendernos: el diamante de la palabra y la plata del silencio. ¿Cómo, por ejemplo, entendernos en tanto que personas o ciudadanos sin ser capaces de usar la lengua de la manera más transparente posible? ¿Cómo acercarse al auténtico sentido de las palabras cuando, por poner solo unos pocos ejemplos, «devaluación competitiva de los salarios» significa «bajadas de sueldo», «discrepar» se ha convertido en sinónimo de «odiar» o «compadecer» equivale a ser un «blandengue»? El lenguaje manipulador aleja el razonamiento, el diálogo, el debate ciudadano. ¿Cómo es posible que nos repitan ad nauseam «bajas colaterales» para referirse a asesinatos de inocentes? ¿Cómo hacer llegar la verdad científica y que las noticias falsas no debiliten nuestra comprensión del mundo y las circunstancias de cada momento?

Si consultáramos el diccionario de la lengua al menos tantas veces al día como el pronóstico meteorológico o le dedicáramos una mínima parte del tiempo que invertimos en saltimbanquear por las redes digitales, su radar nos descubriría la farfolla comunicativa que invade la logoesfera y la grafoesfera, el cartón piedra de muchas ideas que parecen tener sentido y, sin embargo, no resisten que les levantemos la epidermis semántica. Con un buen diccionario y, por supuesto, con un buen uso de la lengua no nos engancharíamos en las lianas ideológicas que se entrecruzan y no nos dejan ver los árboles de la comprensión, porque si perdemos de vista las palabras, si las nubla el smog de la palabrería diaria, acabaremos por no entendernos. Como ocurre siempre con los buenos libros, La palabra y el silencio esconde entre sus páginas múltiples anzuelos para la reflexión, el eco de su eco amplifica, a veces, lo ya sabido, pero también descubre lo que hasta entonces el lector ignoraba o no tenía nada claro, apuntala convicciones e incluso agudiza la disconformidad. Lo hacen aún más posible sus «capítulos», el aparente minimalismo de una escritura que confirma, casi siempre, lo que decía el pintor Vermeer: «lo infinitamente pequeño es infinitamente grande» (Afirmación comprobable, si uno contempla sus cuadros con sosiego y a la distancia adecuada).

Me caí del guindo de la razón, me enteré de la verdad o, al menos, empecé a tomar conciencia de una realidad, evidente para otros, cuando leí esta reflexión: «Si las matemáticas son un constructo (construcción teórica para comprender un problema determinado), quizá todo lo sea. El número, la proporción, el orden, que rigen lo que afanosamente llamamos realidad, ¿hacen posible lo real o nos valemos de ellos para aspirar a entenderla? Newton, Planck o Heisenberg ¿son definitivamente opuestos o es que acaso aún no conocemos el escalón superior en el que puedan ir de la mano, caminando hacia una estrella común? La ciencia como instrumento es una cosa, como gran libro de la verdad es otra» (p. 46).

En medio de ese diálogo -¡prodigios de la lectura!- que mantenemos los lectores con los buenos libros actuales o con una carta escrita en 1857, recordé la que Flaubert le envió a Leroyer de Chantepie, una mujer culta a la que él no llegó a conocer, aunque acabaron manteniendo una enjundiosa correspondencia. El novelista le recrimina su indecisión y su obcecada búsqueda de soluciones definitivas y la invita a pensar que la ciencia no puede explicarlo todo ni despejar las dudas definitivamente: «Cuanto más perfectos sean los telescopios, más numerosas serán las estrellas», le escribe.

He releído páginas o, al menos, muchos párrafos de este libro. No porque tuviera dificultad en entender su significado, sino porque sentía que, como una piedrecita que rebota en la superficie tranquila de un lago, las ondas de la escritura se me iban agrandando en la retina de la emoción. Por ejemplo, Cabra de Luna es capaz, en dos páginas y media (49-51), de llevar al lector hasta un país asolado por el hambre y la guerra en el que, sin embargo, una escritora de cartas, una amanuense callejera, se desvivía a diario para, a través de la magia de la escritura, transformar el magma de amores y sentimientos silenciosos en palabras con las que unos seres humanos querían abrazar a otros que se hallaban lejos. Pocas líneas después, tras uno de esos espacios blancos y silenciosos, un pequeño paseo por la digresión, la unión en su memoria, la transitividad de un poeta y amigo, de un filósofo, autor de teatro y novelista y de una actriz de teatro, la conjunción astral compuesta por José Ángel Valente, Albert Camus y María Casares.

Al leer y meditar La palabra y el silencio, me reafirmo en la idea de que, aunque no lo sabemos, llevamos en la mochila de la existencia dos grandes dramas: uno, la imposibilidad de parar el tiempo y dos, la imposibilidad de decir lo que realmente queremos expresar. Ya lo lamentaba Flaubert cuando, a través del narrador de Madame Bovary, machaca en el yunque de los límites de la comunicación: «La palabra humana es como un caldero rajado con el que hacemos sonar melodías para que bailen los osos, cuando, en realidad, querríamos conmover a  las estrellas» (cap. XII, II parte).

¿Los seres humanos somos algo sin la lengua? ¿Tiene algo que ver la lengua con el hecho de que abandonáramos las cuevas, inventáramos la rueda o la azada e incluso el teléfono móvil? Si pensar sirve de algo, ¿puede existir y desarrollarse el pensamiento sin conocer la lengua todo lo profundamente que se pueda? Recuerdo que mis alumnos de Filología me confesaron un día que, cuando escuchaban la despectiva pregunta de para qué sirve lo que estudiaban, tenían mucha dificultad para explicar qué era eso de la «Filología», o sea, qué demonios estaban estudiando cuando estudiaban las palabras. ¿A alguien, mínimamente sensato, se le ocurriría preguntar a un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos o como se llame hoy esa titulación, para qué sirve estudiar el hormigón? La respuesta parece obvia: para poder construir vigas, edificios, puentes, carreteras, muros de contención. Sin ese material, sería imposible sostener cualquier estructura. Sin la lengua, sin el buen uso de la lengua, ¿cómo podríamos comunicarnos, intervenir en la política y en nuestra sociedad? Lo primero que necesitamos es conocer la verdad y para ello es imprescindible conocer las palabras o, al menos, ser consciente de lo que ellas representan. En este sentido, el lector encontrará en La palabra y el silencio una serie de fragmentos que, como teselas, invitan a completar el puzle de nuestra visión del mundo. Con el arado de su escritura, Cabra de Luna abre surcos reflexivos e invita a que el lector abone esas tierras con su propio pensamiento.

ANTONIO ÁLVAREZ DE LA ROSA

Catedrático de Filología Francesa es, además, autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…

Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en La Opinión de Tenerife.     

Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.

Enviado por José Antonio Sierra 

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