@jsuarez02111977
Hay algo fascinante en observar cómo una idea aparentemente inofensiva, simpática incluso, se convierte en un mecanismo de control. Un hormiguero, dicen, es un ejemplo perfecto de orden y trabajo en equipo. Lo que nadie te cuenta es que, en el fondo, también es una estructura de poder. Y cuando las hormigas dejan de ser bichos graciosos y se convierten en sicarios, tienes un problema.
Bienvenidos a El Hormiguero, donde Pablo Motos no solo dirige el circo, sino que también reparte sentencias. Aquí no hay lugar para la competencia. O estás dentro del sistema, o estás fuera. Y si estás fuera, prepárate, porque las simpáticas hormigas con voz chillona saben afilar los colmillos. Lo de Jorge Martín es solo la última demostración de hasta dónde puede llegar un programa que, bajo el disfraz de entretenimiento familiar, maneja las cosas como un capo de barrio.
¿De qué estamos hablando? De amenazas veladas, de llamadas incómodas, de un “si vas allí, olvídate de venir aquí”. La vieja estrategia mafiosa. Un control férreo del mercado televisivo disfrazado de pacto entre caballeros. Y, al final, de lo que se trata es de marcar territorio. El mensaje es claro: nadie pisa El Hormiguero sin rendir pleitesía, y nadie se atreve a cruzar a Pablo Motos sin pagar el precio.
La historia de Jorge Martín es el botón de muestra. Invitado a La Revuelta, el programa de David Broncano en TVE, y de repente, cancelado. ¿Por qué? Porque las hormigas decidieron que no podía estar allí antes de pasar por el altar de Motos. Es como si fueras a tomarte un café con un amigo y el jefe del bar de enfrente te mandara a dos matones para explicarte que primero tienes que ir al suyo. Surrealista. Y lo peor: efectivo.
¿Dónde queda la libertad aquí? ¿Dónde queda el respeto por el espectador? Porque, no nos engañemos, esto no es una cuestión de contenido ni de audiencias. Esto es una cuestión de poder. El Hormiguero no busca entretener; busca dominar. Ser la única voz. Convertir a cada invitado en un peón que baila al ritmo que marca Motos y su troupe de hormigas.
Y lo más triste es que funciona. Funciona porque vivimos en un país donde se aplaude al que manda más fuerte, donde el miedo a perder un espacio mediático convierte a gente con talento en cómplices de un sistema que les desprecia. Jorge Martín se queda sin entrevista en TVE porque alguien decidió que no es digno de salir antes en otro sitio. Y así nos va.
Al final, El Hormiguero no es más que un reflejo de lo que somos. Un lugar donde se celebra la mediocridad siempre que venga acompañada de poder. Donde las hormigas, esas simpáticas marionetas que se ríen de todo y de todos, se convierten en sicarios al servicio del capo. Y mientras tanto, el espectador, como siempre, aplaude. Porque, total, es solo un programa de entretenimiento, ¿no?
Pues no. Esto no va de risas ni de zapping. Esto va de cómo se construye un monopolio. De cómo se manipulan las reglas para que nadie pueda competir. Y de cómo, en ese proceso, se pervierte algo tan sencillo como una entrevista. Así que, la próxima vez que veas a una hormiga con cara simpática y voz graciosa, desconfía. Porque igual está ahí para reírse contigo… o para asegurarse de que te mantengas en tu sitio.