La Última Cena: Un Banquete para la Historia (de la Vergüenza) Por Naty Carracedo

Nochebuena. Una mesa larga, absurda y desproporcionada, como esta España nuestra. En cada esquina, un personaje digno de una tragedia griega escrita por un becario borracho. En un extremo, Alberto Núñez Feijóo, el eterno opositor, esa figura que parece siempre a punto de ser algo pero nunca lo suficiente. En otro, Pedro Sánchez, el faraón de la Moncloa, sonriente como si no estuviera empeñado en vender el país al mejor postor. A la izquierda, Santiago Abascal, un cosplay viviente de Don Pelayo con menos cerebro y más testosterona. Y en la cabecera, Carles Puigdemont, el Houdini catalán, con una sonrisa de suficiencia que solo alguien con cero vergüenza y muchos indultos puede permitirse.

La cena empieza mal, como todo en este país. Feijóo intenta romper el hielo con algún comentario sobre la calidad del vino gallego, pero Sánchez, experto en ignorar a sus enemigos, está más ocupado ajustándose el traje. “Es que es difícil gobernar para todos, Alberto”, suelta de repente, con esa sonrisita de manual que invita a al puñetazo. Feijóo, parpadea, perdido, como si aún no entendiera por qué su vida política es un constante segundo puesto.

A su lado, Abascal arranca un pedazo de cordero con los dientes. Ni cubiertos ni «leches»; el hombre está en su papel de cruzado medieval. Cada mordisco es un manifiesto contra el feminismo, los inmigrantes y las verduras. “Esto es lo que necesita España, tradición y contundencia”, masculla, mientras las migas de pan vuelan por la mesa. Puigdemont lo observa desde su rincón con esa cara de “estoy aquí porque quiero y porque me dejan”. Es el tipo de mirada que solo puede poner alguien que lleva años fugado sin que le pase nada.

El catalán se sirve escudella, como si estuviera en casa, porque al parecer para él cualquier sitio es su casa, salvo Cataluña, claro. “Yo siempre he creído en el diálogo”, suelta con ese tono de seminarista en crisis que tanto le gusta. Abascal, que tiene el control emocional de un toro al que acaban de clavarle tres banderillas, resopla. “Diálogo, diálogo… Lo que necesita España es orden, cojones. Sánchez, sin perder la compostura, aprovecha para cortar el jamón. No hay prisa; sabe que la historia siempre acaba escribiéndola él, aunque sea con faltas de ortografía.

Feijóo, mientras tanto, se desliza por la mesa como un fantasma, intentando no molestar. Es la encarnación viva de ese tipo que en los colegios políticos españoles siempre juega al “a ver si no me señalan”. Cada vez que Sánchez levanta la copa para brindar, Feijóo la alza dos segundos tarde, como si estuviera esperando instrucciones. Porque claro, en el fondo, la duda existencial del gallego no es qué hace en esa mesa, sino si alguien realmente nota que está.

El momento cumbre llega con el turrón. Puigdemont exige crema catalana, porque claro, lo suyo es incendiar cosas, aunque sea metafóricamente. Abascal, fiel a su estilo, pide que traigan un lechazo entero y un mapa de la Península para señalar las tierras que han de reconquistarse. Feijóo murmura algo sobre lo bien que se cocina el turrón en Galicia, pero nadie le escucha. Y Sánchez, cómo no, aprovecha para dar un discurso. Brinda por “la España plural”, esa expresión que traduce directamente como “hacemos lo que sea por el poder”.

El brindis termina con Abascal y Puigdemont mirándose como si fueran a saltar por encima de la mesa. Feijóo, como siempre, opta por mirar el móvil, seguramente para comprobar si todavía sigue siendo relevante. Sánchez se levanta satisfecho, como un Napoleón moderno que acaba de conquistar una mesa llena de idiotas.

Y así acaba la cena, con la dignidad de España convertida en un plato vacío que nadie quiere recoger. Feliz Navidad, señores. Que Dios nos coja confesados, porque con esta gente a los mandos, ni los Reyes Magos encuentran la salida.

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