@jsuarez02111977
Había que bajar aquellas escaleras como quien se mete en un túnel sin billete de vuelta. Medio a oscuras, con la humedad en la pared y el rumor de la música reventando desde abajo. Era el Parrús, coño, el sótano de la Alameda donde los ángeles perdían las alas y los diablos brindaban con kalimotxo. Los que lo conocimos sabemos que allí no se entraba: se descendía. Como bajar al infierno en chancletas, con un cigarro colgando de la comisura y la testosterona reventando en las sienes.
El mural bravú te recibía de frente, como un estandarte de guerra, y después venía la barra, con Toni sirviendo a destajo. Daba igual si pedías ginebra, ron barato o esa mezcla criminal de kalimotxo con licor que solo se podía beber allí, en vasos de plástico, como un sacrilegio adolescente. Nadie hablaba de coctelería, ni de gin-tonics premium, ni de mierdas de esas. Allí el hielo se pedía para que aguantase un rato más el veneno y para no tener que mendigar otra ronda al camarero.
El futbolín estaba siempre ocupado, como un ring en el que se apostaban honores de barrio. Y alrededor, cada grupo tenía su rincón. Los del colegio en una esquina, los Blues en otra, que hicieron del Parrús su cuartel general durante años. Allí se pensaban viajes para seguir al Dépor por media España, se organizaban quedadas y el colectivo encontraba su lugar de encuentro natural, entre humo, vasos de plástico y canciones de rock. La jerarquía era espacial: cerca del baño los novatos, los que aún no sabían ni cómo mirar a la chica que les gustaba. Cerca del futbolín, los veteranos, los que ya habían besado en aquella penumbra o probado la gloria efímera del sábado por la noche.
El humo se mezclaba con la música. Sonaban The Doors, Enemigos, algún clásico de rock que hoy pondrían en un anuncio de coches, pero que entonces era la banda sonora de nuestra educación sentimental. Allí muchos probaron el sabor metálico del primer cigarro, el ardor del primer trago de ron con Coca-Cola mal mezclado, y la humedad cálida de un beso robado en la penumbra.
El Parrús abrió sus puertas a finales de los años 80 y vivió su época dorada en los 90, hasta que cerró a principios de los 2000. No era un bar. Era una cueva, un refugio, un campo de batalla y un confesionario laico. Se salía tambaleando, con la chaqueta oliendo a tabaco y la boca seca, jurando que nunca más. Pero al siguiente viernes estabas de nuevo bajando esas escaleras, como un yonqui de emociones baratas.
Hoy el local es otra cosa. Taberna de vinos, dicen. Venden buen trato, copas caras, mesas reservadas. Puta modernidad. No queda ni rastro de aquel sótano húmedo donde lo importante no era el vino, sino el exceso. Y sin embargo, los que allí bajamos seguimos llevando el Parrús tatuado en la memoria. Porque aquel lugar era una ceremonia de iniciación: la frontera entre ser niño de colegio o adulto de madrugada.
Habrá bares mejores, más finos, con luz, con carta de vinos y camareros con pajarita. Habrá copas más caras y taburetes más cómodos. Pero ninguno volverá a ser lo que fue el Parrús: un agujero glorioso donde las niñas buenas iban al cielo y las malas, con nosotros, al infierno del sótano. Y joder, qué bien se estaba en el infierno.
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