@jsuarez02111977
Hace 83 años nació un irrepetible. Muhammad Ali. Ni ídolo de cartón, ni héroe prefabricado, ni santo inofensivo para poner en camisetas. No, Ali fue otra cosa. Fue el tipo que le dijo al mundo entero que no se iba a rendir jamás, ni ante el sistema, ni ante la injusticia, ni ante las expectativas de quienes querían moldearlo a su medida. Fue el deportista que trascendió su deporte y se convirtió en historia.
Porque no nos engañemos: al lado de Ali, el resto de deportistas parecen sombras. Ídolos de porcelana diseñados para lucir bien, pero incapaces de mojarse en nada que no sea su propio reflejo. Ali, en cambio, vivió de verdad. Peleó donde dolía, en el ring y fuera de él, y dejó claro que ser el más grande no tiene nada que ver con los trofeos, sino con tener el valor de enfrentarse a todo.
Cuando lo llamaron a filas para ir a Vietnam, no dudó: “No.” Así, sin adornos ni rodeos. Porque para él la guerra no era más que otro capítulo de un sistema podrido. “Ningún vietcong me ha llamado negro”, dijo. Con esa frase, mandó a tomar viento a todos los patriotas de salón que querían usarlo como un símbolo más de su hipocresía. Y claro, le costó caro: le quitaron los títulos, lo alejaron del ring, intentaron borrarlo. Pero Ali no era el tipo que se dejase borrar.
No peleaba solo por dinero o fama; peleaba por algo mucho más grande que él mismo. Peleaba por su gente, por su identidad, por el derecho a ser libre. Y mientras tanto, en el cuadrilátero, seguía siendo un genio. Bailaba mientras pegaba, recitaba poesía mientras desmontaba a sus rivales. Era la perfecta combinación de fuerza y elegancia, de inteligencia y brutalidad. Un espectáculo que nadie ha igualado jamás.
Comparadlo con los “grandes” de ahora. Messi, LeBron, Djokovic, Federer. Todos perfectos, todos impolutos, todos absolutamente intrascendentes fuera de su burbuja. Ali, en cambio, era imperfecto, arrogante, desafiante. Pero fue esa imperfección la que lo hizo inmenso. Porque no se conformó con ser el mejor en su deporte. Quiso ser el mejor ser humano posible, y para ello desafió a su tiempo y a su sociedad.
Muhammad Ali no fue un simple deportista. Fue un símbolo, un icono, una fuerza de la naturaleza que se negó a ceder un centímetro ante nada ni nadie. Incluso cuando el Parkinson apagó su cuerpo, su espíritu seguía siendo indomable. Porque los campeones ganan títulos, pero las leyendas trascienden. Y Ali trascendió como nadie más lo ha hecho ni lo hará.
Feliz cumpleaños, Muhammad Ali. Eres eterno. Porque rendirse, para ti, nunca fue una opción.